Material de contraste
por Juan Baio
El clamor de la avenida se opaca ni bien cruza el umbral y las puertas automáticas de vidrio grueso y polarizado de la clínica se cierran a su espalda con un leve siseo. La luz blanca de los tubos LED se extiende en todas las direcciones, aplana las superficies y mata las sombras. No queda rastro de la furiosa primavera que afuera, a sólo dos metros, hace delirar al día en un arrebato de colores vibrantes y luz.
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La recepcionista le pide la orden para el estudio y la autorización de su obra social. Le da unas planillas que debe leer y completar con una lista: afecciones previas, advertencias y contraindicaciones. Le advierte que deberá abonar el material de contraste. La juventud de su voz, su desenfado liviano, casi indolente, no se corresponde con el aspecto serio y profesional que le dan su camisa con insignia de la clínica y su sobrio y elegante arreglo de peinado y maquillaje. No le cuesta imaginarla riendo con amigas en un bar céntrico, tomando tragos fuertes y dulzones, hablando con desparpajo de amores, fiestas, proyectos, secretos, desparramando por el aire palabras cargadas de deseo que desbordan hacia las mesas circundantes, rebotan y se mezclan con otras palabras para volver como un eco transformado, inmersas ella y sus amigas y todas las personas del bar en el latido erógeno y subrepticio de la vida.
Ella lo está mirando en silencio y él supone que le habló y espera respuesta.
- ¿Disculpe?
- Te podés sentar frente a esa puerta y en un ratito te llaman por apellido.
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Se distrae mirando fotos en el teléfono: toda una tanda del primer día en salita de tres de su hijo, hace ya dos años. Su cara de susto y recelo al principio, espiando siempre para el lado de su madre; la sonrisa encendida y permanente hacia el final de la clase, ya abiertamente fascinado y entregado a esa cosa nueva e impensada que era que hubiera tantos bebés en el mundo, todos en el mismo cuarto, todos jugando y corriendo riéndose sin que nadie los rete…
El bisbiseo informe que le llega al oído desde hace un rato se va articulando hasta conformarse nítidamente como una conversación susurrada que finalmente lo distrae de sus fotos y se impone a su atención: a un par de metros dos hombres sentados, uno escuchando abstraído la lenta letanía del otro “.. y me dijo que no me preocupe que es una precaución porque los análisis dieron bien, pero hay que mirar adentro igual, por las dudas y claro me da miedo, pero tiene razón, hay que mirar adentro si no quién sabe…” — — ¡FLORES, GUILLERMO!
Se sobresalta al oír su nombre, lanzado desde la puerta por el enfermero, y luego, al entrar al pasillo de las máquinas, permanece levemente desasosegado, con la misma sensación que se tiene al despertar en mitad de la madrugada y escuchar en las inmediaciones un cristal roto por un piedrazo.
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El médico que le hace las preguntas mientras se cambia en el pequeño clóset tiene un fuerte acento centroamericano. Él va contestando síntomas y padecimientos previos, y por dentro se pregunta si en centroamérica, con todo su sol y sus playas y ese verano perpetuo, habrá igual personas con miedo de mirar adentro y encontrar un invierno.
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El cuarto del resonador es muy grande y hay una música sonando todo el tiempo, una especie de ritmo básico de bajo y batería, en loop. El resonador mismo es un tubo enorme de gruesas paredes, de cuyo extremo sale una pequeña camilla retráctil sobre la que se acuesta, ayudado por la enfermera que le ajusta el casco inmovilizando su cabeza en una posición. Ella le explica que la resonancia magnética tomará unos cuarenta minutos, y que en el medio de la sesión ingresará a inyectarle en el brazo el material de contraste. Que al hacerlo puede sentir algo de frío corriéndole por las venas, que no se preocupe, que el material de contraste es inocuo, es sólo una sustancia que corre por los huecos y se ilumina cuando la observan, haciendo visible lo que de otro modo pasaría inadvertido, por habitar en lo más oscuro.
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Adentro del tubo está tranquilo, la claustrofobia no acomete demasiado. En seguida empiezan los ruidos. Agudos, graves, percutivos o tonales, pitidos y golpes secos, metralleantes, vibrantes, prolongados o fugaces, repetitivos o aleatorios. Todos nítidamente electrónicos. Cierra los ojos y se imagina una fiesta tecno. Pero no, se da cuenta que esa imagen es forzada, sólo una idea. Lo que en realidad le trae el paisaje visual y sonoro, desde el fondo de su adolescencia, es la imagen de una nave espacial en medio de un combate. Sigue escuchando, con ojos cerrados: una guerra espacial, con cañonazos láser, choque de aeronaves y chorros de plasma. Todo en miniatura; una avanzada civilización de hormigas siderales. Todo sucediendo alrededor de su cabeza enjaulada, como si dos imperios himenópteros combatieran por colonizar ese asteroide yermo pero rico en recursos minerales… en medio de estas divagaciones se adormece.
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El informe con el resultado del estudio tardará siete días y se lo enviarán por mail, pero la imagen ya está lista en ese papel radiográfico mejorado en el que se imprimen las resonancias: ahí está frente a su vista el cerebro, el suyo, con todos sus pliegues y en diversos cortes, en una bella escala de grises con tintes azulados y violáceos.
Llega a su casa con el papelote en la mano, no hay cómo guardarlo. Abre la puerta y escucha en seguida el grito vibrante y luminoso de su hijo que ya está corriendo por el pasillo
— ¡Papá, hola papá! ¡Qué tarde que llegaste! ¿Y esto, una pintura, me trajiste una pinturita?
El hombre acaricia los pelos enredados de su hijo y deja que le arrebate la resonancia de las manos. El niño la explora, entusiasmado. Y juega el hijo con ese papel extraño, descubre que es transparente, que un poco se ve de un lado al otro, descubre que es un poco duro y frío y en poco tiempo descubre que si lo agita, si lo agita fuerte, hace un sonido muy especial. Y lo agita, con fuerza, feliz por el descubrimiento, mientras el hombre lo mira sonriendo y su hijo agita la resonancia una y otra vez, riendo y bailando con ese nuevo sonido tan placentero, que aún el niño no ha aprendido lo mucho que se parece al sonido de los truenos, de esos truenos que resuenan a lo lejos, llegando desde las nubes negras que engordan la cintura del horizonte y la iluminan con sus refucilos, cuando todavía no se sabe si la tormenta, en su avance, seguirá de largo, o caerá con toda su violencia rompiendo el cielo de los que escuchan y esperan.